Cuando puedas leer este mensaje
es posible que yo ya me haya ido,
pero me habré llevado en ese viaje
el brillo de tus ojos y el sonido
de tu inocente voz, como equipaje.

Yo soy aquel que te intuyó el primero,
el que al verte nacer cambió de estado.
El que con chaparreras y sombrero
va montando el caballo colorado
de la pintura grande del sillero.

No es gesto de altanera bizarría…
Es tan sólo una llama de alegría
porque, antes de morir, llegará el día
de revivir con sangre mi esperanza.

Esa sangre es la mía, la heredada
del padre de mi padre y de su abuelo.
Sencilla estirpe que jamás manchada
supo mirar la vida sin recelo
y ahora comienza en ti nueva jornada.

No busques ni oro o plata en mi escarcela,
lo que heredé en tu manita cabe.
Te dejo algo mejor, la dulce y suave
hombría de bien queme formó en su escuela
y mantendrá mi vida hasta que acabe.

Cuando puedas usar mis chaparreras,
cuando te queden justas mis arciones,
cuando mi espuela fija en tus talones
lleve el compás, en tardes domingueras,
de un jarabe con giros retozones;

Cuando en tu joven labio apunto el bozo,
domines el vigor de un cuaco entero,
entres como señor al coleadero
y rubores esconda algún rebozo
porque te vieron bravo y caballero;

Entonces, solo entonces, de mis sillas
podrás seleccionar la que te guste.
No pienses ni en bordados ni en hebillas.
A la hora de elegir, elige el fuste
que puedas dominar con tus canillas.

Un charro es al nacer un caballero.
Ante el mundo que envidia su figura
ha de llevar seguro, no altanero,
en la silla un machete, fino acero
y la mejor pistola en la cintura.

Uno y otra no deben ser motivo
para sentirte fuerte y dominante.
Si eres fuerte sé humilde y no agresivo,
si buscas amistad sé comprensivo,
si sabes dominar, sé tolerante.

Austreberto Aragón, viejo espadero,
en su rústica fragua de Antequera
templó las hojas y grabó el letrero
de todos mis machetes; con cualquiera
podrás formar un círculo de acero.
Imítalos, mañana sé cómo ellos…

Limpio, resplandeciente en la contienda
encegueciendo el mal con tus destellos,
no doblándote nunca frente a ellos
y no hiriendo si causa que te ofenda.

Y cuando mi pistola esté en tus manos
no la saques sin causa y sin razones.
Está limpia de sangre, en ocasiones
es mejor despreciar a los enanos
que enterrar en su tumba sus baldones.

Yo ya no la veré, pero es mi anhelo
que, en fiesta nacional, como es costumbre,
con tu mirada retadora al cielo
vibre al verte pasar la muchedumbre,
cabalgando en la silla de tu abuelo.

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